Por Víctor Báez
História y contexto
Los sindicatos de trabajadores tenemos muchas críticas, y muy consistentes, respecto al rumbo que han tomado nuestras sociedades en lo que hace a la forma que se vienen dando los avances tecnológicos. De hecho, nuestro malestar con la forma en que se combinan los avances tecnológicos con el capitalismo viene de lejos.
Cuando en Inglaterra a finales del siglo XVIII arrancó lo que se conoció después como la Primera Revolución Industrial, los trabajadores, desesperados ante el deterioro de sus condiciones de vida y del ejercicio de sus profesiones, reaccionaron destruyendo las máquinas a las que veían como la causa de sus desgracias. Ese movimiento no organizado, que se extendió por años en los comienzos del siglo XIX y quedó conocido como “luddismo” porque se le adjudicaba a un mítico Ned Ludd haber sido el primero en romper telares, fue superado por los trabajadores a través de su organización en sindicatos y su lucha reivindicativa. Las máquinas no eran el problema, sino la forma de organizar la sociedad en que se usaban las nuevas máquinas
Ciento cincuenta años después, cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, esa larga lucha de los trabajadores parecía haber domado al diablo que alimentaba al avance tecnológico con retrocesos sociales. Se vivió, en los países capitalistas desarrollados del Norte, un periodo singular conocido como los “30 años gloriosos” para los historiadores, el “fin de los ciclos económicos” para los economistas o los “estados de bienestar social” para los sociólogos. Hubo importantes avances tecnológicos junto con grandes conquistas sociales para las mayorías; seguridad social pública, salud pública, educación pública, aumento de los salarios reales, mercados funcionando cerca del pleno empleo…, que constituían parte del paisaje del capitalismo desarrollado de entonces. En el Sur, en algunos países latinoamericanos, vivimos algo en paralelo con la industrialización por substitución de importaciones y con el avance en la legislación social y laboral, sin nunca haber tenido sociedades de bienestar social para la mayoría de la población.
El problema se colocó con la crisis de los años 1970. Se dio un cambio del programa dominante entre las clases gobernantes del Norte y del Sur, que quedó conocido como neoliberalismo, y en el caso de América Latina, Consenso de Washington. Parte de esa agenda fue la liberalización financiera; algo que había sido causa de las crisis de las economías antes de la Segunda Guerra, volvió a implementarse. Con eso, ocurrió lo que se denominó “financiarización” de la riqueza. Desde hace muchos años hay más riqueza en papeles en los mercados que en la realidad de la economía. Pero se han desarrollado en nuestras economías mecanismos por los cuales esos excesos de riquezas ficticias se apropian de la riqueza material, resultando en una monstruosa concentración de la riqueza y la renta a nivel mundial y en cada país.
Al mismo tiempo, hubo un ataque a todos los mecanismos redistributivos del modelo social de la post Segunda Guerra Mundial. Los Estados buscaron debilitar a los sindicatos y lo lograron, el desempleo de larga duración redujo la combatividad obrera y estrategias patronales buscaron disolver los lazos de fraternidad entre trabajadores, se combatió la solidaridad social que está inscrita en las políticas públicas universales y se construyeron mitos reaccionarios en torno a una supuesta meritocracia, al emprendedurismo y a la empleabilidad.
El contexto de ese combate fue la globalización de las economías, el avance de la unificación de los mercados, que hizo que las estrategias de las grandes empresas pasaran a ser planetarias, con la constitución de cadenas internacionales de producción y distribución, de tal manera que los peores estándares sociales y laborales de un país o región presionaran a los otros países o regiones a la baja. Las conquistas de bienestar social fueron siendo perdidas a golpes de mercancías globales más baratas que las que se podía producir en el mercado nacional. Así, se establecieron sociedades de un tercio, con los dos tercios de la población sobrando. Con un argumento importante: la culpa de la exclusión social pasaba a ser de los excluidos; se criminalizaba, no solo a los pobres, sino que también se cuestionaba las políticas que podrían reducir la pobreza.
Y todo esto, la financiarización de la economía y el triunfo de las sociedades de un tercio, ocurrió en un contexto de una nueva revolución tecnológica, de cambios de materiales, de nuevas tecnologías de la información y comunicación, de nuevas fronteras con las biotecnologías y las nanotecnologías. A diferencia de la post Segunda Guerra, ahora, a partir de los años 1990 hasta el presente, hay una espiral viciosa entre avances tecnológicos y destrucción del tejido social. Este es el contexto estructural de la coyuntura política mundial y regional que estamos viviendo.
Los especialistas hablan de la emergencia de un nuevo paradigma tecno-económico: la era de la tecnología de la información y comunicación (TIC). En la base está un producto que no es nuevo, los circuitos integrados, pero que en las últimas décadas vivió un acelerado proceso de reducción de tamaño y de precios, al mismo tiempo de un aumento de capacidad de procesamiento. Se calcula que entre los años 1970 y 2000 esa capacidad se haya duplicado a cada ¡18 meses! Y, junto con ese fenómeno, la informática y las telecomunicaciones han vivido un proceso de convergencia inédito. Difícil imaginar en 1980 que las grandes computadoras mainframe serían substituidas diez años después por computadoras personales cada vez más pequeñas. Quién pensaría en 1990 que en breve estarían todas ellas interconectadas a través de internet, y poco después un pequeño teléfono celular substituiría los PCs, mientras que una nube informática transformó a nuestros puntos de acceso y procesamiento personales que caben en un bolsillo en terminales de una suerte de gigantesca computadora, un mainframe planetario, del que ahora somos parte.
Probablemente no habría, por parte de las empresas multinacionales, estrategias de “empresas en red” con deslocalización y cadenas mundiales de producción y distribución sin esa retaguardia tecnológica. No habría tampoco el exuberante crecimiento irracional de las finanzas sin que esa red haya convertido al planeta en un solo mercado financiero unificado online.
¿Son las grandes empresas multinacionales las vencedoras inevitables de la sociedad de la información? ¿Está la sociedad, que tiene al Estado como principal articulador de las prestaciones sociales, condenado al fracaso y extinción? ¿Es consecuencia de la tecnología que ahora cada uno y cada una tiene que arreglarse solo? Estas son ideas fuerza de la ideología neoconservadora, que trata de inculcar que no hay opciones porque la tecnología define a la sociedad.
Sin embargo, junto con las nuevas TIC, se ha descortinado otro mundo, muy diferente al de la apropiación neoliberal y excluyente de la revolución tecnológica en curso. El empresario de informática que lidera las listas de actuales millonarios del mundo, Bill Gates, es el representante y paladín de ese nuevo orden. A su genio computacional le sumó piratería (para robarle tecnología a otro genio, Steve Jobs) con estrategias monopolistas (para que el programa Windows sea el único a ser utilizado en los PCs) y extorsivas (obligando al mundo a pagar por frecuentes actualizaciones del programa para que continúe operativo, así como al uso de antivirus que deben ser actualizados todos los días).
Comparemos esa conducta con lo que hoy conocemos como software libre, abierto, antimonopolista, gratuito, tecnológicamente mejor resuelto que Windows, y que avanza de forma colaborativa entre todos sus usuarios. Porque esa es también una dimensión de los TICs, la colaboración. Muchos de los avances que fueron aprovechados por todos resultaron de trabajos realizados por gente que no quiso ni patentar ni cobrar por su realización. La navegación en internet es resultado de acciones de ese tipo, es decir, no mercantiles, no monopolistas, de libre acceso. Es lo que el escritor de best seller de profecías económicas Jeremy Rifkin denomina “la sociedad de coste marginal cero” que nos estaría llevando hacia un escenario de “eclipse del capitalismo”, ya que habrá cada vez más una contradicción entre la lógica del lucro empresarial y los avances tecnológicos realizados sin sentido mercantil, es decir, gratuitos.
Es decir, la sociedad de TICs tiene dos almas. Y una de ellas es libertaria, solidaria, abierta, no mercantil. ¿Por qué desde el progresismo político y sindical no podemos potenciar esta dimensión de las TICs?
Tecnología para vivir mejor
Las tecnologías no son neutras pero tampoco tienen un sentido unívoco. Las herramientas y la vida social mantienen, desde los albores de la humanidad, una relación dialéctica y compleja. Con eso queremos decir que no podemos analizar los problemas provocados por la actual revolución tecnológica, sin analizar los problemas de la actual forma de organización de nuestra sociedad.
Los dramas que nuestras sociedades sufren hoy, como la generalización del trabajo precario cuando no pura y simplemente el desempleo, el deterioro de los sistemas de pensiones, el aumento de la pobreza en las sociedades, los niveles absurdos de desigualdad en la distribución de la riqueza y el ingreso y formas múltiples de exclusión social, combinados con la crisis ambiental, cuyos efectos negativos tienden a golpear más fuertemente a los sectores más desprotegidos de las sociedades, no son el resultado de la revolución tecnológica, sino de la contrarrevolución llevada a cabo por el neoliberalismo desde los años 1980.
Cuando ciertos cambios tecnológicos ocurren en ese contexto social, obviamente, refuerzan sus maleficios. Pero no necesariamente los provocan. Es más, la configuración de nuestras sociedades actuales, como sociedades de ⅓, como sociedades de exclusión, acaban profundizando los problemas económicos. Hay un permanente problema de insuficiencia de demanda, que espasmódicamente se resuelve por la incorporación de nuevos contingentes a los mercados – como con la transición al capitalismo globalizado en los años 1990 de las antiguas repúblicas socialistas de Europa e Asia – o con la generalización del crédito sin lastre – que resultan en burbujas especulativas como la que se vio en el 2008 en los Estados Unidos. Pero si no hay recuperación de los ingresos, para la mayoría de la población, no hay como resolver el problema de la demanda efectiva en la economía. Eso quedó establecido desde Keynes en los años 1930.
Claro que siempre las élites reaccionarias pueden recurrir a una demanda que no tiene que ver con el bienestar de la gente: la industria de armamento y las necesidades generadas por las guerras o las amenazas de guerra. Quien dijo que el gobierno de los EEUU era rehén político del complejo industrial-militar, no fue el izquierdista Noam Chomsky, sino el presidente de los Estados Unidos, Eisenhower, un político republicano, al terminar su mandato en 1961:
“Nuestro trabajo, los recursos y los medios de subsistencia son todo lo que tenemos; así es la estructura misma de nuestra sociedad. En los consejos de gobierno, debemos evitar la compra de influencias injustificadas, ya sea buscadas o no, por el complejo industrial-militar. Existe el riesgo de un desastroso desarrollo de un poder usurpado y [ese riesgo] se mantendrá. No debemos permitir nunca que el peso de esta conjunción ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos”. (Dwight D. Eisenhower en su discurso de despedida a la nación, 17 de enero de 1961)
Pero tampoco esa opción es viable a mediano plazo.
Hay que recuperar la capacidad de realizar las mercancías en la sociedad. Pero, para que eso sea posible, hay que alterar la lógica de funcionamiento de la economía, porque ya estamos en una economía de abundancia material, con las dolencias de la exclusión social.
La política y la economía
Cuando Bill Clinton le ganó la presidencia a George Bush padre, quien parecía iba a ser imbatible en su reelección en 1992, se dice que su publicitario sintetizó el sentido de la campaña victoriosa así: “Es la economía, estúpido”. Con eso quiso expresar lo que la gente tenía como prioridad en ese momento.
Pero economía y política en general están muy imbricadas, entrelazadas. No es fácil separarlas. Más aún cuando estamos en crisis como la que muchos países y regiones han atravesado desde 2008, cuando la globalización y financiarización encontraron sus límites. Entonces, los problemas se expresaron en el terreno político de manera invertida: grandes contingentes de la población en diversos países atribuyeron sus problemas sociales a los “extranjeros”, sea a los migrantes que vienen a quitar puestos de trabajo o a aumentar la marginalidad social y la violencia urbana, sea a los trabajadores de otros países competidores que tienen ventajas espurias de bajos estándares laborales y sociales. Es el momento de los políticos demagogos, del Brexit en Reino Unidos y de Trump en Estados Unidos, un fenómeno que tuvo una de sus primeras manifestaciones en Francia ya en los años 1990 con el ascenso del Frente Nacional de Le Pen, padre e hija, aunque allí nunca llegaron a formar gobierno.
Pero ¿por qué han tenido éxito los demagogos? Porque han fracasado las fuerzas progresistas.
Cuando las derechas reaccionarias impulsaron la contrarrevolución neoliberal, no respondieron con suficiente resistencia, y cuando volvieron a gobernar no presentaron alternativas sino remiendos y adaptaciones al nuevo orden excluyente. Nunca hubo esa tercera vía. Peor aún, lo que hicieron fue elaborar ideologías de esa adaptación, con loas a una supuesta nueva clase media cosmopolita y meritocrática, con el abandono de la visión de solidaridad de clase, con la pérdida de la identidad de clase trabajadora.
¿Pueden quejarse entonces las fuerzas de izquierda de que, en su desesperación, los obreros y sectores pobres sigan a los demagogos?
Debemos recuperar el terreno perdido, que se perdió porque el progresismo se equivocó de sujeto político social. Las mayorías continúan siendo trabajadoras, con empleo o desempleadas, con trabajo permanente o precario, con seguridad social o con vulnerabilidad, de nacionales o inmigrantes, de trabajadores manuales o profesionales, hombres y mujeres.
Por eso desde la CSA, consideramos que uno de los primeros desafíos para el movimiento sindical es su auto-reforma. Los sindicatos, que se debilitaron bajo el ataque neoliberal, no serán capaces de retomar la ofensiva ni de hacer una resistencia eficaz. Necesitamos de un nuevo sindicalismo, que aúne los valores históricos de la clase trabajadora y responda a los desafíos que enfrenta bajo el capitalismo como es hoy.
Pero eso que es necesario, no es suficiente. Sólo conseguiremos responder al desafío político si tenemos un proyecto alternativo. Por eso en la CSA, hemos trabajado la Plataforma de Desarrollo de las Américas, PLADA, que articula las reivindicaciones más sentidas de la clase trabajadora del continente, con las políticas públicas necesarias para reorganizar las sociedades desde un punto de vista de inclusión de las mayorías, como es la bandera del re-emergente laborismo que busca superar el fracasado new labor de Blair, “for the many, not the few”.
Somos nietos de Keynes
El principal economista del siglo XX fue un liberal inglés que le tenía pavor a la revolución socialista y a la barbarie nazi, John M. Keynes. En 1930 pronunció una conferencia magistral en Madrid, España, que enseguida fue publicada con el título de “Las posibilidades económicas de nuestros nietos”. Era un ejercicio de futurología con los pies firmes en la historia del capitalismo inglés y en el presente de la economía que nuestro autor conocía mejor que ningún otro de su tiempo.
Como el tiempo de sus nietos, Keynes proyecta 100 años. Es decir, nos encontramos a 13 de ese futuro imaginado. ¿Y que ve el economista cuya teoría salvó al capitalismo occidental de la depresión económica? Básicamente apunta a qué acabaría con el problema económico fundamental, el de la escasez, tal que: “Turnos de tres horas (diarias) o semanas de quince horas (de trabajo) pueden eliminar el problema durante mucho tiempo. Porque tres horas al día es suficiente para satisfacer al viejo Adán que hay dentro de nosotros”.
Keynes no vivió suficiente, ni siquiera para ver lo que hicieron con su legado que, poco después de su muerte en 1946, rápidamente fue metabolizado por la ciencia económica dominante en una “síntesis” que le quitaba sus puntas críticas y posteriormente fue totalmente descartado con el auge neoliberal.
Somos los nietos de Keynes, que en vez de disminuir la jornada de trabajo y cambiar la vida para realizar nuevas actividades creativas como él imaginaba, estamos en sociedades donde se aumenta la jornada, la gente para sobrevivir tiene que tener dos trabajos, a veces más, y donde se reducen las remuneraciones y los beneficios sociales.
Si queremos tener otro ciclo virtuoso de avances tecnológicos con cohesión social como en la post Segunda Guerra, tendremos que combinar un nuevo pacto social con la revolución técnica. No será parchando el viejo neoliberalismo. No será negociando para “perder menos”. Probablemente no podremos volver al antiguo estado de bienestar. Tendrá que ser una nueva sociedad, una gran sociedad capaz de abarcar con iguales derechos y beneficios a toda la población, no a unos pocos. Estamos en el umbral de ese desafío. No dejemos al pueblo en manos de demagogos. Pero para eso, tampoco lo podemos abandonar a su (mala) suerte. Tenemos que construir con las mayorías ese nuevo proyecto, organizar la ofensiva, pasar a la ofensiva.